5.7.13

A la mira del consumismo: hippies, punks y ecologistas

 
Muchas han sido las tendencias neorrománticas surgidas después del Romanticismo, aunque en general hayan sido «ingratas» al no reconocer su procedencia, como muchos mortales ―según Erasmo de Rotterdam― lo han sido con la elocuente protagonista de su Elogio de la estulticia. Hagamos un poco de historia para acercarnos a algunos de esos neorromanticismos.
En su momento, el movimiento romántico constituyó una verdadera vanguardia de jóve­nes que se rebelaron, entre otras cosas, contra las incipientes consecuencias de la Revolución Industrial y la masificación. Los pescados en lata -para aludir al título de un cuento de Aldous Huxley- no les convencían del todo: preferían pescarlos o comprarlos frescos en la plaza pública. El romanticismo, en este sentido, intentó un retorno al Yo y añoró un mundo medieval ajeno al capitalismo y a la sociedad de consumo: un mundo colmado de valores caballerescos y de una ética separada de la producción a ultranzas para su consumo a ultranzas (aunque no fueran pescados en lata). Pero no es pertinente aclarar aquí la gran cantidad de malas interpretaciones y falsedades que los románticos propagaron sobre la Edad Media (etapa que abarca más de diez siglos), sino tan sólo recalcar que este movimiento revitalizador fue, como dijo Víctor Hugo en el "Prólogo" a su Cromwell, un liberalismo en las artes, pero también en la actitud, en la conducta, en la vida. Se trataba de hacer resurgir al individuo. La pretensión de volver a la naturaleza, como ocurrió con algunos poetas ingleses, así como el acentuado idealismo, el sentimiento trágico y a veces de orfandad y tedio, la curiosidad ante lo desconocido y misterioso, hicieron que mucha gente tachara a los románticos de rebeldes y locos.
Después de una serie de tendencias románticas (o neorrománticas) en su actitud, pero antirrománticas en sus objetivos -ya que algunas de ellas enaltecieron la civilización industrial y la técnica, pero lograron una verdadera rebelión artística-, surgió otro movimiento de juvenil rebeldía, inspirado en los poetas norteamericanos de la llamada generación Beat (Kerouac, Gingsberg...) y en la comuna teorizada e ilustrada por Skinner en Walden dos. Desde mediados de los años sesenta del siglo XX, estos jóvenes, los hippies, pretendieron un retorno a la naturaleza y la creación de una utopía que indiscutiblemente reaccionaría contra la civilización industrial y la sociedad de consumo. Su libertad, expresada a menudo en el uso de drogas (mismo que ya los románticos habían experimentado, con pretensiones creativas), así como en la forma de vestir (empezaron a utilizar, por ejemplo, pantalones de mezclilla, que sólo los obreros se ponían), los hizo ser, en cierto sentido, un movimiento neorromántico de idealistas que propugnaron el amor y la paz. Muchos de ellos creían que cambiarían el entorno sólo con portar un ramo de flores, dejarse los cabellos largos, tatuarse en el hombro la imagen de una rosa y escuchar a Grateful Dead y Jefferson Airplane. Pero los hippies fracasaron. Tanto su utopía como sus objetivos de ir contra el consumismo, fue un rotundo fracaso. Les sucedió algo parecido a lo que les había ocurido a Luis Buñuel y a Salvador Dalí cuando estrenaron Perro andaluz en 1929: querían épater le bourgeois (escandalizar al burgués) y fueron luego los mismos burgueses quienes se apropiaron de su película como si se tratara de un artículo para snobs al que, si no usaban, por lo menos consumían.
Esta operación que consiste en apropiarse de cualquier producto artístico, movimiento, tendencia o elemento de la realidad para legitimarse puede percibirse prácticamente en todos los aspectos de la cultura y de la civilización. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, con la masacre de 1968, en Tlatelolco? Treinta años después no es sino un motivo más de presunsión intelectual, un modo de legitimar los intereses personales ante una sociedad impotente que, al mismo tiempo, reclama una apertura política. Lo que ocurrió con Perro andaluz sucedió con Tlatelolco y con los jeans. Paradójicamente, los hippies popularizaron un modo distinto de vestir. Hoy en día existen jeans de grandes y refinadas marcas y ya casi cualquier profesor universitario imparte cátedras en jeans, por más imponentes que éstas sean (las cátedras, no los jeans). De igual manera todos, así sean ricos y gordos empresarios, evocan con indignación la masacre en Tlatelolco que, sin embargo, muchos de sus ascendientes aplaudieron con júbilo. Los jeans han sido absorbidos por la sociedad de consumo y, de tal modo, se han vuelto inofensivos en casi la totalidad de las circunstancias de la vida. Consumir es aniquilar, hacer que algo desaparezca y sea olvidado al hacerse cotidiano y vulgar. Un mal best seller no es un artículo de uso, sino de consumo: literatura esquemática como la mayoría de la música «de moda», desechable y sustituible por nuevos best sellers o nuevas «estrellas» de televisión, como un par de jeans deteriorado puede fácilmente sustituirse por otro. El verdadero arte, en cambio, es único e insustituible, porque su valor no descansa en el consumo, sino en el uso que la emoción estética aplica al objeto artístico, y que propicia nuevos acercamientos generación tras generación, de ahí que un espectador crítico pueda ver Perro andaluz setenta años después de su estreno y hallar nuevas «lecturas».
Ante el fracaso hippie surgen en Londres otros jóvenes, pero ahora con un modo complejo y refinado de vestir: adornos, cuero, pendientes y seguros de pañal incrustados por todos lados; pinturas, cabellos de colores, cortes capilares de extrema complicación, que nos recuerdan a ciertas tribus indígenas de Norteamérica o africanas... Lo más notorio de los punks es, sin embargo, su explícito ocultamiento de sí mismos, el hecho de haberse convertido de individuos en personas (en el sentido latino de máscaras) al acercarse lo más posible a la total artificialidad o antinaturalidad tanto en apariencia como en actitudes. Además, la agresividad no es sino un síntoma de impotencia. Esta agresión se manifiesta ante una sociedad que no logra aplacar su crisis. Los iconoclastas punks pretendieron contestar con violencia a un movimiento cuyo fin pacifista y anticonsumista fracasó, como fracasaron los sacerdotes utopistas que vieron en la América un continente propicio para crear sociedades basadas en Tomás Moro, o como luego fracasarían los socialistas utópicos como Owen, Saint-Simon o Fourier, algunos de los cuales -Owen, por ejemplo- llegaron a imaginar a la América independiente como un espacio donde sería posible «volver a empezar» un nuevo género humano. Los punks manifestaron y manifiestan aún su descontento por medio de una música que prácticamente se reduce a dos acordes (un minimalismo para las masas). La minuciosidad de sus peinados constituye una reacción irónica del ultraconsumismo contra el anticonsumismo. Hablar de sex pistols y de sex shops es casi hablar de lo mismo. En el fondo, dejaron ver una gran impotencia: la impotencia de no poder superar o ir más lejos que los hippies. Como toda reacción, los punks dieron un paso atrás en el desarrollo de la tolerancia y la pluralidad, siempre necesarias para la vida sana de cualquier grupo humano. No obstante, este paso atrás de los punks ha sido también asimilado por la cotidianidad consumista y se ha vuelto básicamente inofensivo.
Un nuevo movimiento, el ecologista, propugna ahora un rescate de la naturaleza, y no tanto un retorno a ella, como lo anhelaron muchos hippies o románticos. El ardiente pesimismo implícito en la palabra «rescate» nos abandona en ese dilema que surge por vez primera en 1945, cuando, al estallar las bombas atómicas, el hombre se percató de que no sólo ha podido dominar a la naturaleza, como lo quería Francis Bacon en el siglo XVII al escribir su Nueva Atlántida, sino que también ha podido destruir a la naturaleza y, por lo tanto, destruirse. El dilema es: o nos rescatamos o nos aniquilamos. Tal parece que la complacencia o el instinto tanático ha sido lo suficientemente poderoso como para propiciar el surgimiento de un movimiento ecologista. Un hombre antiguo jamás hubiese tenido necesidad ni siquiera de pensar en un rescate de la naturaleza. Ya D. H. Lawrence manifestaba su repudio hacia la tecnolatría y, varios años después, Herbert Marcuse -menos pesimista que el Freud de El malestar en la cultura- volvía a atacar a la masificación para proponer el pleno desarrollo de un impulso de vida en concordancia con la naturaleza.
Lo único que hoy en día podemos desear los ingenuos que aún pensamos que no todo el mundo es «templo de la estupidez» -como lo aseguraba Erasmo de Rotterdam- es que el ecologista no se convierta (como de hecho está ocurriendo) en un movimiento absorbido nuevamente por el devorador consumismo y, por lo tanto, en un movimiento inofensivo, ante cuyas manifestaciones sólo digamos: «ah, qué bueno» mientras cortamos un árbol o tiramos toneladas de papel sin haberlas aprovechado bien. Esperemos que el violento, enérgico, irresistible espíritu de combate implícito -por ahora- en el movimiento ecologista, ajeno a toda ideología o postura religiosa, ajeno a todo partidismo político con el fin personalista de llegar al poder utilizando imágenes de animales en extinción, mantenga el planeta con vida por lo menos hasta que la estrella solar se consuma por sí misma, suceso aún remoto, pero que nosotros podemos acelerar.

 por Juan Antonio Rosado Z.

Este ensayo fue tomado, con autorización expresa del autor, del libro: El engaño colorido, segunda  edición. México, Editorial Praxis, 2012.
 

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