Muchas han sido las
tendencias neorrománticas surgidas después del Romanticismo, aunque
en general hayan sido «ingratas» al no reconocer su procedencia,
como muchos mortales ―según Erasmo de Rotterdam― lo han sido con
la elocuente protagonista de su Elogio de la estulticia.
Hagamos un poco de historia para acercarnos a algunos de esos
neorromanticismos.
En su momento, el
movimiento romántico constituyó una verdadera vanguardia de
jóvenes que se rebelaron, entre otras cosas, contra las
incipientes consecuencias de la Revolución Industrial y la
masificación. Los pescados en lata -para aludir al título de un
cuento de Aldous Huxley- no les convencían del todo: preferían
pescarlos o comprarlos frescos en la plaza pública. El romanticismo,
en este sentido, intentó un retorno al Yo y añoró un mundo
medieval ajeno al capitalismo y a la sociedad de consumo: un mundo
colmado de valores caballerescos y de una ética separada de la
producción a ultranzas para su consumo a ultranzas (aunque no fueran
pescados en lata). Pero no es pertinente aclarar aquí la gran
cantidad de malas interpretaciones y falsedades que los románticos
propagaron sobre la Edad Media (etapa que abarca más de diez
siglos), sino tan sólo recalcar que este movimiento revitalizador
fue, como dijo Víctor Hugo en el "Prólogo" a su Cromwell,
un liberalismo en las artes, pero también en la actitud, en
la conducta, en la vida. Se trataba de hacer resurgir al individuo.
La pretensión de volver a la naturaleza, como ocurrió con algunos
poetas ingleses, así como el acentuado idealismo, el sentimiento
trágico y a veces de orfandad y tedio, la curiosidad ante lo
desconocido y misterioso, hicieron que mucha gente tachara a los
románticos de rebeldes y locos.
Después de una
serie de tendencias románticas (o neorrománticas) en su actitud,
pero antirrománticas en sus objetivos -ya que algunas de ellas
enaltecieron la civilización industrial y la técnica, pero lograron
una verdadera rebelión artística-, surgió otro movimiento de
juvenil rebeldía, inspirado en los poetas norteamericanos de la
llamada generación Beat (Kerouac, Gingsberg...) y en la
comuna teorizada e ilustrada por Skinner en Walden dos. Desde
mediados de los años sesenta del siglo XX, estos jóvenes, los
hippies, pretendieron un retorno a la naturaleza y la creación
de una utopía que indiscutiblemente reaccionaría contra la
civilización industrial y la sociedad de consumo. Su libertad,
expresada a menudo en el uso de drogas (mismo que ya los románticos
habían experimentado, con pretensiones creativas), así como en la
forma de vestir (empezaron a utilizar, por ejemplo, pantalones de
mezclilla, que sólo los obreros se ponían), los hizo ser, en cierto
sentido, un movimiento neorromántico de idealistas que propugnaron
el amor y la paz. Muchos de ellos creían que cambiarían el entorno
sólo con portar un ramo de flores, dejarse los cabellos largos,
tatuarse en el hombro la imagen de una rosa y escuchar a Grateful
Dead y Jefferson Airplane. Pero los hippies
fracasaron. Tanto su utopía como sus objetivos de ir contra el
consumismo, fue un rotundo fracaso. Les sucedió algo parecido a lo
que les había ocurido a Luis Buñuel y a Salvador Dalí cuando
estrenaron Perro andaluz en 1929: querían épater le
bourgeois (escandalizar al burgués) y fueron luego los mismos
burgueses quienes se apropiaron de su película como si se tratara de
un artículo para snobs al que, si no usaban, por lo menos
consumían.
Esta operación que
consiste en apropiarse de cualquier producto artístico, movimiento,
tendencia o elemento de la realidad para legitimarse puede percibirse
prácticamente en todos los aspectos de la cultura y de la
civilización. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, con la masacre de 1968,
en Tlatelolco? Treinta años después no es sino un motivo más de
presunsión intelectual, un modo de legitimar los intereses
personales ante una sociedad impotente que, al mismo tiempo, reclama
una apertura política. Lo que ocurrió con Perro andaluz
sucedió con Tlatelolco y con los jeans. Paradójicamente, los
hippies popularizaron un modo distinto de vestir. Hoy en día
existen jeans de grandes y refinadas marcas y ya casi
cualquier profesor universitario imparte cátedras en jeans,
por más imponentes que éstas sean (las cátedras, no los jeans).
De igual manera todos, así sean ricos y gordos empresarios, evocan
con indignación la masacre en Tlatelolco que, sin embargo, muchos de
sus ascendientes aplaudieron con júbilo. Los jeans han sido
absorbidos por la sociedad de consumo y, de tal modo, se han vuelto
inofensivos en casi la totalidad de las circunstancias de la
vida. Consumir es aniquilar, hacer que algo desaparezca y sea
olvidado al hacerse cotidiano y vulgar. Un mal best seller no
es un artículo de uso, sino de consumo: literatura esquemática como
la mayoría de la música «de moda», desechable y sustituible por
nuevos best sellers o nuevas «estrellas» de televisión,
como un par de jeans deteriorado puede fácilmente sustituirse
por otro. El verdadero arte, en cambio, es único e insustituible,
porque su valor no descansa en el consumo, sino en el uso que la
emoción estética aplica al objeto artístico, y que propicia nuevos
acercamientos generación tras generación, de ahí que un espectador
crítico pueda ver Perro andaluz setenta años después de su
estreno y hallar nuevas «lecturas».
Ante el fracaso
hippie surgen en Londres otros jóvenes, pero ahora con un
modo complejo y refinado de vestir: adornos, cuero, pendientes y
seguros de pañal incrustados por todos lados; pinturas, cabellos de
colores, cortes capilares de extrema complicación, que nos recuerdan
a ciertas tribus indígenas de Norteamérica o africanas... Lo más
notorio de los punks es, sin embargo, su explícito
ocultamiento de sí mismos, el hecho de haberse convertido de
individuos en personas (en el sentido latino de máscaras)
al acercarse lo más posible a la total artificialidad o
antinaturalidad tanto en apariencia como en actitudes. Además, la
agresividad no es sino un síntoma de impotencia. Esta agresión se
manifiesta ante una sociedad que no logra aplacar su crisis. Los
iconoclastas punks pretendieron contestar con violencia a un
movimiento cuyo fin pacifista y anticonsumista fracasó, como
fracasaron los sacerdotes utopistas que vieron en la América un
continente propicio para crear sociedades basadas en Tomás Moro, o
como luego fracasarían los socialistas utópicos como Owen,
Saint-Simon o Fourier, algunos de los cuales -Owen, por ejemplo-
llegaron a imaginar a la América independiente como un espacio donde
sería posible «volver a empezar» un nuevo género humano. Los
punks manifestaron y manifiestan aún su descontento por medio
de una música que prácticamente se reduce a dos acordes (un
minimalismo para las masas). La minuciosidad de sus peinados
constituye una reacción irónica del ultraconsumismo contra el
anticonsumismo. Hablar de sex pistols y de sex shops es
casi hablar de lo mismo. En el fondo, dejaron ver una gran
impotencia: la impotencia de no poder superar o ir más lejos que los
hippies. Como toda reacción, los punks dieron un paso
atrás en el desarrollo de la tolerancia y la pluralidad, siempre
necesarias para la vida sana de cualquier grupo humano. No obstante,
este paso atrás de los punks ha sido también asimilado por
la cotidianidad consumista y se ha vuelto básicamente inofensivo.
Un nuevo movimiento,
el ecologista, propugna ahora un rescate de la naturaleza, y
no tanto un retorno a ella, como lo anhelaron muchos hippies o
románticos. El ardiente pesimismo implícito en la palabra «rescate»
nos abandona en ese dilema que surge por vez primera en 1945, cuando,
al estallar las bombas atómicas, el hombre se percató de que no
sólo ha podido dominar a la naturaleza, como lo quería Francis
Bacon en el siglo XVII al escribir su Nueva Atlántida, sino
que también ha podido destruir a la naturaleza y, por lo tanto,
destruirse. El dilema es: o nos rescatamos o nos aniquilamos.
Tal parece que la complacencia o el instinto tanático ha sido lo
suficientemente poderoso como para propiciar el surgimiento de un
movimiento ecologista. Un hombre antiguo jamás hubiese tenido
necesidad ni siquiera de pensar en un rescate de la
naturaleza. Ya D. H. Lawrence manifestaba su repudio hacia la
tecnolatría y, varios años después, Herbert Marcuse -menos
pesimista que el Freud de El malestar en la cultura- volvía a
atacar a la masificación para proponer el pleno desarrollo de un
impulso de vida en concordancia con la naturaleza.
Lo único que hoy en
día podemos desear los ingenuos que aún pensamos que no todo el
mundo es «templo de la estupidez» -como lo aseguraba Erasmo de
Rotterdam- es que el ecologista no se convierta (como de hecho está
ocurriendo) en un movimiento absorbido nuevamente por el devorador
consumismo y, por lo tanto, en un movimiento inofensivo, ante
cuyas manifestaciones sólo digamos: «ah, qué bueno» mientras
cortamos un árbol o tiramos toneladas de papel sin haberlas
aprovechado bien. Esperemos que el violento, enérgico, irresistible
espíritu de combate implícito -por ahora- en el movimiento
ecologista, ajeno a toda ideología o postura religiosa, ajeno a todo
partidismo político con el fin personalista de llegar al poder
utilizando imágenes de animales en extinción, mantenga el planeta
con vida por lo menos hasta que la estrella solar se consuma por sí
misma, suceso aún remoto, pero que nosotros podemos acelerar.
por Juan Antonio Rosado Z.
Este ensayo fue tomado, con autorización expresa del autor, del libro:
El
engaño colorido, segunda edición.
México, Editorial Praxis, 2012.
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